domingo, 30 de junio de 2013







Cuarta entrega de Diario de una Adolescente.
 



Ante mí se abría el nuevo mundo del Instituto. Durante aquellos días de espera, mis nervios se enfebrecían y se desencadenaban como una agitada tormenta llena de un frenesí de olas enfurecidas y agitadas cuyos truenos y relámpagos me ensordecía los oídos. Estaba muy inquieta. Mi madre me decía constantemente que le cansaba verme siempre tan pensativa e inquieta, proyectando en mi mente imágenes relacionadas con el futuro. Las perspectivas que me había creado  eran grandes y no era para menos. Estaba a punto de iniciar una nueva etapa en mi vida.


Mi hermano Mario se reía de mi inquietud. No podía esperar algo distinto a eso de una persona tan superficial como mi hermano, por lo tanto, no me dolían para nada sus continuas burlas. Es más, me parecían idóneas para demostrar hasta qué punto llegaba su torpeza y falta de inteligencia. Pero algunos comentarios (tengo que reconocerlo) me molestaban bastante. Sobre todo cuando decía que lo único que me interesaba era (en palabras textuales, siento ser tan explícita) que alguien me metiera alguien algo viril por la boca.


Él se creía que era una especie de gurú en el Centro. Un reconocido y admirado semental que había tenido la oportunidad de haber probado las selectas carnes del grupo de féminas más  putilllero del Instituto. Lo único que era, era un palurdo demasiado hablador que se creía una eminencia destacable cuando no era mas que un puro tonto más de esos que abarrotan las aulas de estos Centro, despilfarrando el dinero que mis padres están pagando para garantizarle una buena educación y que tristemente no llegaba a ninguna parte, salvo para enriquecer las huchas de los más poderosos en la jerarquía educativa y ocupar un sitio que de manera justa podía ser ocupado por alguien más valido.


A veces me encontraba tan irritada que hacía uso de mi hábil manejo del lápiz y el papel para liberar la tensión que me producían los agravios que me realizaba Mario. Descargaba toda mi frustración dibujando a mi hermano apareciendo con los más ridículos disfraces y apariencias. Era una actividad muy divertida.. Una de ellas, la que más me gustaba, consistía en ver a mi hermano Mario corriendo perseguido por un corrillo innumerable de jóvenes que le pedían enardecidamente que se  comprometiera a un noviazgo serio y  duradero con ellas o mientras que el corría con el elegante traje de un novio y al lado aparecía en un gran bocadillo aparecía un texto dicho por Mario en el que se leía “yo solo quiero frotar mi cuerpo con los vuestros todos los días y presumir de ello pero no estoy preparado para daros una relación seria,, bellezas. ¡Auxilio,¿ algún hombre responsable quiere salir con ellas?”.


A veces deseaba con todo el fervor del mundo que Dios o quien fuera el que rigiera el Universo y sus reglas, no me hubiera enviado a un hermano de esas características tan lamentables y tan distintas a mí personalidad. Deseaba tener como hermano a uno que fuera comprensivo y mucho menos arrogante. Quizás tener una hermana, alguien del mismo sexo, fuera la solución ideal. Alguien a la que pudiera manifestar libremente mis sentimientos y emociones sin ese temor y distanciamiento que causa transmitir tus problemas a tus padres. No era consciente de que hasta qué punto ese deseo se iba a hacer realidad de alguna manera.


 Mientras el día D se iba acercando. El Desembarco de Normandía. El Ejército se preparaba para alcanzar las playas y una vez habiendo desplegado todas sus tropas se dispondrían a enfrentarse al enemigo, que por supuesto, estaría perfectamente organizado. Así que había que planificar bien la estrategia y fortificar tus defensas de la mejor forma posible, de manera que no resulten dañadas por nada.


Me obsesione bastante con el aspecto que iba a llevar aquel día. Me probé miles de combinaciones y vestidos antes de decidirme por uno. En realidad, no era tan difícil como yo me lo había planteado. Se trataba únicamente de ponerse algo parecido a la que las demás llevaban. Algo informal pero que tuviera corto aire de distinción, un toque personal que tampoco me incluyera en la lista de las mas  notorias y elegantes. Así de sencillo y así de complicado al mismo tiempo. 


Y llego el día. Las tropas del general Patton habían llegado finalmente a su destino. La guerra estaba a punto de  comenzar. La hora señalada había llegado y no había otra alternativa mejor que prepararse para la dura contienda que va a acontecer en breves momentos.


Yo había pensado hacer mi primera entrada triunfal subida en mi moto. Me había comprado una moto desgastada de segunda mano, una autentica ruina, pero por lo menos me sirvió para transportarme por la ciudad. Pero aquel día (que se presentaba fatídico) la moto se negaba firmemente a funcionar y tuve que recurrir a la ayuda de papa. El me llevaría en su propia moto. No teníamos coche. Siempre estaba en el taller.


Lo malo es que la antigua reliquia de mi padre estaba más deteriorada que las ruinas sepultadas de una metrópoli romana. Pero como había sido un elemento muy característico de su juventud (aquellas correrías interminables de antaño) y por lo tanto, debido a esa férrea unión con el pasado y su juventud, se negaba a deshacerse de ella bajo ninguna tipo de condición. Así que fui llevada en la moto de mi padre hasta el Centro mientras este producía un ruido ensordecedor que obligaba a todos los transeúntes a mirarnos. Y encima con un casco tan grande que parecía la Hormiga Atómica en visión panorámica. Esperaba que el peinado no se estropeara. Había estado mucho tiempo preparándolo antes de salir. Hay que estar mona en momentos como este.


Cuando vi el Centro mi estómago rugió como el de  un rinoceronte. Jamás había visto tal exhibición de cuerpos en un  espacio cuyas algunas dimensiones estaban limitadas. Los escotes y las faldas cortas destacaban más que cualquier otro elemento del entorno. Había pues una buena mercancía femenina que supongo haría las delicias del género de estudiantes masculinos cuando pasaran al lado suyo recorrieran los pasillos o sentándose en clase. Muchos estarían deseando utilizar sus vergas en un mercado tan prolífico en seducir el control sexual de los chicos.


Me sentí un poco fuera de lugar. Nadie o muy pocas vestía como yo. Mi padre me beso y me deseo buena suerte. Espere algo más, pero no lo hizo. Se marchó en su escandaloso artefacto del siglo XVIII, el producto de un inventor loco atrapado en un castillo. Estaba ni más ni menos que sola ante el peligro, como la película. Como una de las favoritas de mi padre.


Inspeccione ligeramente las afueras del Centro. Pensé que iba a ser difícil adaptarse a ese tipo de ambiente. No me resultaba familiar. Parecía un Festival de la Carne o una desmadrada juerga americana (aunque con sus diferencias, claro) Casi me arrepentí de haberme apuntado como alumna en ese lugar. De todos los Centros públicos que existen en Madrid había seleccionado el mas ínfimo, 


Subí los peldaños que conducían a la entrada principal del Instituto. Congregadas y sentadas sobre los peldaños había un grupo de chicas que a juzgar por su inconfundible apariencia debían de ser góticas. Camisetas negras, uñas negras. Me dejaron pasar entre continuas risas, como si se estuvieran burlando de mi aspecto. Me pregunte si aquello era también un típico instituto americano, con sus correspondientes grupos de gente que seguía una tendencia especial. Ya sabéis, Tribus. La tribu de los populares, la tribu de los más estudiosos e inteligentes, la tribu de los rock eros y los amantes del punk, de los hippys, de los fanáticos del heavy…¿Me habría equivocado de sitio?¿Había llegado sin querer a un lugar que solo existía en la imaginación de mi mente?. 


Al entrar, me encontré con un grupo tan numeroso de estudiantes desorientados como yo. Muchos realizaban sus consultas en la zona de recepción, en la que se había formado una larga fila de alumnos deseosos de que les proporcionaran indicaciones para  orientarse.


Me fije en una chica que tenía expresión tímida y asustada. Con cara de decir, ¿Dónde me he metido? Me compadecí de su situación y experimente una gran sensación de entendimiento y simpatía. Yo estaba como ella. Completamente pérdida. Pensé que podría ser una buena amiga mía. Que nos entenderíamos bien. Me aproxime a ellas entre el bullicio general que formaban los recién llegados y los que no tanto, que llevarían siglos estudiando allí y no salían ni acumulando puntos de descuento en un supermercado y ella me miro como un marinero que se encuentra perdido en el mar y avista un barco a la lejanía. Iba a su rescate, era su ángel salvador. La que le ayudaría a salir de aquella situación.


-Hola-balbuceo y me dio la mano nerviosamente. Tenía un aparato de corrección en la dentadura. 


Iba a ser mi hermana tan deseada. (Continuara)


Ignacio Pérez Jiménez.



El patio andaluz, primera parte

La gente piensa que una pared es una pared. Y no puedo estar más de acuerdo con ellos, desde su punto de vista, claro. Desde mi punto de vista (una pared, que eso soy yo) representa muchas cosas. 

Para empezar soy una parte fundamental de la estructura. Soy el cimiento que permite que la construcción no se derrumbe. Cualquier edificio que se plantea construir integra necesariamente mi soporte. Eso lo saben todos los albañiles y arquitectos del mundo.

Yo soy una pared blanca, vacía, no dispongo de los revestimientos ni adornos con los que se suele decorar algunas paredes siguiendo métodos tradicionales. Soy  fría y desnuda. Cuando te encuentras conmigo, sabes perfectamente que tus ojos están visualizando una cuidadosa capa de cal con la que se pintan los lugares más emblemáticos de la ciudad. Ni más ni menos. Soy directa. Lo que ven tus ojos No me ando con disimulos. No me gusta enmascarar las cosas de una máscara que no le corresponde, así como si fuera vergonzoso. ¿Por qué no reconociéramos simplemente de que estamos hechos sin tener ningún tipo de aversión hacia ello?

Yo tengo la inmensa suerte de formar parte de la estructura de una casa señorial. Esas antiguas edificaciones cuyos usos han cambiado a lo largo del tiempo, pasando de ser mercado de pescado a prostíbulo o a colegio u orfanato. Por aquí han  pasado muchas vidas y yo he sido testigo privilegiado de cada una de sus vidas. Recuerdo hasta el más mínimo detalle. Lo que no se es si ellos y ellas se acordaran de mí. De todas maneras eso será algo que nunca llegare a saber. El día que me desplomen (que espero que sea lo más lejos posible) me desplomaran.

La verdad es que pienso mucho en ello.  Recuerdo la primera vez que mi aspecto sufrió una de esas irregularidades que producen las inclemencias del tiempo. Nunca pensé que me iba a suceder a mí. Siempre veía aquellos efectos en otros compañeros. En el tejado que estaba muy humedecido y empobrecido. En las rejas verdes, cuyos barrotes finos aparecían muy desgastados. Pero jamás pensé que esos estragos aparecieran en mí. Y lo hizo. Con una tremenda rotura de varios centímetros. Estaba muy avergonzado por ello  y me daba vergüenza mostrarme. Pero un humano remedio aquella situación. Pasó una capa de cal y desapareció. Desde ese momento le estoy eternamente agradecido. Mi aspecto resultaba tan bonito y tonificante como siempre.

Como soy una casa antigua y sobreentendiendo que eran muy grandes, y una pared más de las miles que forman la configuración de la casa, con sus correspondientes habitaciones, pasillos y escaleras, hay que recorrer distancias muy grandes para llegar a conocer el edificio en toda su totalidad.

Los pasillos son muy prolongados. Supongo que para una persona anciana se le haría muy lento avanzar a través de ellas. Y es que hay que entender que esos pasillos se extienden por toda la amplitud de las paredes, cubriendo distancias enormes. Si a ello añadimos pasillos que van en direcciones distintas o oblicuas la laberinteros rumbos de la casa pueden volver loco a cualquiera que la visite por primera vez, pues tiene un sinfín de posibilidades de quedar desorientado y perderse irremediablemente. Como en las leyendas griegas donde los héroes quedaban atrapados en la complejidad de enormes laberintos. 

Yo tengo visión directa y general del patio de la casa. Esa es mi ubicación. En la pared de al lado se encuentra una serie de buzones adosados con los nombres de las propietarias escritas a lápiz. Es una parte solitaria. Por aquí apenas transita nadie, excepto las vecinas que también se dedican al cuidado del jardín. De vez en cuando hace una visita el cartero para entregar alguna carta o acude algún familiar para estar allí un rato. Pero generalmente no hay casi nadie.

El jardín es una alegría, una alegre manifestación de la Naturaleza. Hay crecen todo tipo de flores aromáticas y las vecinas se ocupan, concienzudamente, en que todos los detalles estén recortados y tratados de la mejor forma posible. Es una maravilla el amor que procesan estas mujeres hacían sus jardines. Como si fueran los hijos que alguna vez se fueron, por motivos matrimoniales o laborables. Una manera de continuar mantener vivo su amor por ellos, cuando este está acondicionado por la distancia y el avance del tiempo que hace el olvido.

De todas las mujeres que habitan la casa, mi más apreciada es la señora Amelia. A parte de ser una de las que mayor dedicación y respeto muestra por las plantas, también es la más trabajadora. Siempre se está ufanando porque la casa se encuentre en el mejor estado de higiene posible. Por ello, siempre transporta grandes cubos cargados de agua y a veces tiene que bajar los escalones con un peso tremendo en cada mano, lo cual para alguien de su edad puede resultar peligroso pues en cualquier momento puede perder el equilibrio y caer. 

Las otras residentes tienen la costumbre adquirida de no ayudarse mutuamente al menos de que fuera absolutamente necesario. O sea, que hasta que Amelia no se precipite escaleras abajo y haya que ingresarla en un hospital por rotura de hueso, nadie ayudara a la señora Amelia. Pero ella no se queja de esa situación. Ella también forma parte de ese pacto (hecho a medias en el silencio) y no ayudara en absoluto a aquellas que lo precisen hasta que fuera necesario de verdad.

La señora Amelia pasa los días haciendo tres cosas principalmente: dedicarse a la casa, escuchar la radio y dormir la siesta. Esas son sus principales actividades con las que abarca el tiempo que se prolonga durante todo el día. 

Por las mañanas trabaja la casa (cada una de las residentes se dedica a una zona concreta o sino aquello sería un desastre de organización) llega la hora de la comida, la prepara, se la come, se toma una siesta que suele durar de manera aproximada unas cinco horas (sin exagerar) y seguidamente el resto del día lo dedica a escuchar la radio.

Antes de que su hijo se marchara, le compro un transistor en una tienda barata y fácil de manejar, pues su madres se hacía un lio con facilidad con tantos botones y se ponía a escuchar Radio Nacional mientras a lo mejor cosía, escuchando en eterno silencio y continua concentración las voces que retransmitía la radio, hablando de multitud de temas con una infinidad de voces diferentes.

Amelia estaba, la verdad, feliz de vivir allí. (Continuara)


Ignacio Perez Jimenez